La Bastilla era la cárcel más famosa de la ciudad de París, aunque en los días anteriores
a la revolución tan solo estaba ocupada por siete reclusos. Tenía unos muros
de treinta metros de alto y anchos fosos, pero su guarnición era escasa y poco competente.
El 14 de julio de 1789, una multitud se dirigió a la Bastilla para exigir las armas y
municiones que allí se guardaban y para que se retiraran los cañones que, desde
sus almenas, apuntaban hacia la ciudad. El gobernador de la fortificación, el marqués
de Launay, recibió a tres delegados hacia las diez de la mañana y los invitó a
desayunar.
Ante la tardanza en salir de los delegados, comenzó a correr entre los manifestantes
el rumor de que habían sido hechos prisioneros por el marqués. Pronto comenzaron
los gritos, y algunos lograron escalar el muro y abrir las puertas ante la pasividad inicial
de los soldados. El gobernador de la Bastilla perdió su sangre fría y ordenó disparar
contra la multitud. Los asaltantes, que estaban armados, respondieron al fuego.
El marqués fue detenido y asesinado, y su cabeza, atada a una lanza, fue paseada
por todo París. Este hecho precipitó los acontecimientos.
Lo que en principio era una simple manifestación para conseguir las armas se convirtió
en una revuelta que, a las pocas horas de iniciada, había sustituido el poder
municipal de la ciudad.
El marqués de La Fayette, que mandaba a los insurgentes, entregó a los milicianos
una escarapela con los colores de París, el rojo y el azul, entre los cuales colocó el
blanco, que era el color del rey.
Así surgió la bandera tricolor. La revolución había comenzado.
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