lunes, 21 de enero de 2013

LAS NUEVAS ARMAS DE LA 1ª GUERRA MUNDIAL EN LA NOVELA “SIN NOVEDAD EN EL FRENTE”

-MARIA REMARQUE, Erich. Sin novedad en el frente. Círculo de Lectores.

 “La mano me sacude, me doy la vuelta y un momentáneo resplandor me permite ver el rostro de Katczinsky. Tiene la boca abierta, grita algo. No oigo nada. Me sacude con fuerza, acercándose cada vez más. En un instante de menor ruido me llega su voz: 

— ¡Gas! ¡Gaas! ¡Haz que corra! 

Cojo la careta. Algo alejado de mí hay alguien tendido. Sólo pienso en una cosa: ha de saberlo. 

— ¡Gaas! ¡Gaas! 

Grito, me arrastro hacia él, le hago señales con la careta. No se da cuenta de nada. Empiezo de nuevo... Tan sólo se encoge asustado; es un recluta. Miro con desesperación a Kat. Ya lleva puesta la careta. De un golpe me saco el casco que rueda por el suelo y me pongo la mía. Me acerco al hombre, tomo su máscara y se la pongo sobre la cabeza; él la coge, lo dejo, y de un salto, me meto en el embudo. 

La explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los proyectiles. Una campana resuena entre el fragor del bombardeo; tambores, carracas metálicas, hacen correr la noticia: ¡Gas, gas, gas!

Algo cae a mi espalda, una, dos veces. Froto las ventanitas de la careta, empañadas por el aliento. Son Kat, Kropp y otro. Los cuatro nos estamos quietos, inmóviles, en una tensión angustiosa, atentos, sin respirar apenas. 

Estos primeros minutos con la máscara deciden entre la vida y la muerte. ¿Estará bien cerrada? Conozco las terribles imágenes del hospital; enfermos de gas que en un ahogo que dura días y días escupen, a pedazos, sus pulmones calcinados. 

Con precaución, los dientes cerrados sobre la cápsula, respiro. El vaho ya se arrastra por el suelo y se insinúa en todos los agujeros. Como una medusa, ancha y viscosa, se apodera de nuestro embudo, lo llena. Doy un empujón a Kat. Es preferible salir y tendernos arriba que no quedarnos en el agujero, donde el gas se acumula. Pero no podemos hacerlo. El fuego cae, de nuevo, como una granizada. Es algo más que el continuo estallido de los obuses, es como si la tierra aullase.(...) La cabeza me hierve y me palpita en el interior de la careta; parece a punto de estallar. Los pulmones están congestionados. Para respirar sólo disponen siempre del mismo aliento viciado. Se me hinchan las venas de las sienes. Parece que vaya a ahogarme.(...) 

Ahora alguien se levanta unos metros más allá. Froto las ventanitas que vuelven a empañarse enseguida por el jadeo a que me fuerza la tensión; miro fijamente... El hombre ya no lleva careta. 

Espero unos segundos —no cae, mira a su alrededor buscando alguna cosa, da unos pasos—, el viento ha limpiado de gas el cementerio, el aire está libre. Entonces yo también, jadeando, me arranco la máscara y caigo al suelo. El aire me penetra como si fuera agua helada, los ojos quieren abandonar sus órbitas, me inunda la frescura de la ola y pierdo el sentido. 

El bombardeo ha cesado. Me asomo al embudo y hago señas a los demás. Suben y se quitan la máscara. Cogemos en brazos al herido, uno de nosotros le sostiene el brazo maltrecho. Nos alejamos así, deprisa, tropezando por el camino”. 

“Somos leales, pero llamamos a las cosas por su nombre; hay mucha suciedad, mucha injusticia y mucha vileza en el ejército. ¿No es enorme que, a pesar de todo, regimiento tras regimiento acepten ir a una lucha cada vez más desesperada, y que se sucedan los ataques, con una línea que va retrocediendo y haciéndose pedazos? Los tanques, de los que antes nos reíamos, se han convertido en un arma terrible. Se acercan, blindados, avanzando en largas hileras y representan para nosotros, más que cualquier otra cosa, todo el horror de la guerra. 

Los cañones que nos martillean sin cesar no están a nuestra vista; las líneas ofensivas del enemigo se componen de hombres como nosotros; pero estos tanques son máquinas, llevan cadenas sin fin, como la guerra; son la imagen misma del exterminio cuando implacables bajan lentamente al fondo de los embudos y vuelven a aparecer, irresistibles, verdadera flota de acorazados, aullando y escupiendo fuego; invulnerables bestias de acero que aplastan a muertos y heridos... Ante ellas nos encogemos dentro de nuestra delgada piel; frente a su colosal pujanza, nuestros brazos son como pajas, nuestras granadas de mano como cerillas. 

Granadas. Gases. Tanques... Triturar. Devorar. Morir. 

Disentería. Gripe. Tifus... Ahogar. Calcinar. Morir. Trinchera. Hospital. Fosa común... No existen otras posibilidades”. 
Tanque británico Mark I en septiembre de 1916
EL LANZALLAMAS 
“En un ataque cae Bertinck, el comandante de nuestra compañía. Era como uno de estos magníficos oficiales que va siempre delante en los momentos de peligro. Hacía dos años que estaba con nosotros y nunca le habían herido; alguna vez tenía que tocarle. Estamos en un agujero, rodeados por el enemigo. Junto al olor de la pólvora nos llega una fetidez como de aceite o petróleo. Divisamos dos hombres con un lanzallamas; uno lleva el depósito a la espalda, el otro sostiene la manga por donde ha de salir el fuego. Si logran acercarse tanto como para alcanzarnos estamos fritos, ya que, precisamente ahora, no podemos retroceder. 

Disparamos contra ellos. Pero a pesar de esto, consiguen aproximarse y nuestra situación empeora. Bertinck está con nosotros en el agujero y al darse cuenta de que no les acertamos porque bastante trabajo tenemos en protegernos de la violencia del fuego enemigo, toma un fusil, se arrastra fuera del embudo, y tendido apunta mientras se levanta un poco sobre los codos... Dispara... Al mismo tiempo, una bala le alcanza. Le han herido. Él, sin embargo, ni se mueve y vuelve a apuntar. Abate un instante el fusil y después consigue ponerlo en posición. Por fin suena el disparo. Bertinck suelta despacio el arma y dice: 

—Bien. 

Y rueda hacia dentro. De los dos hombres, el que iba detrás está herido. Cae. Al otro se le escapa la manga del lanzallamas; el fuego se extiende por todas partes y el hombre arde. Bertinck tiene una bala en el pecho. Al cabo de un rato, un trozo de metralla se le lleva el mentón. El mismo pedazo tiene todavía fuerza para abrir un enorme agujero en la cadera de Leer. Este gime, se apoya sobre los brazos y se desangra rápidamente. Nadie puede asistirle. Transcurridos unos minutos se dobla como un pellejo vacío”. 
Infantería alemana apoyada por lanzallamas.
“Vuelan tantos aviones en este sector, y tienen tanta puntería, que cazan como a liebres a los soldados aislados. Por cada avión alemán, hay como mínimo cinco ingleses o americanos. Por cada soldado alemán hambriento y extenuado en la trinchera hay cinco de vigorosos y fuertes al otro lado. Por cada pan de munición hay cincuenta latas de carne en conserva aquí enfrente. No nos han vencido, ya que, como soldados, somos mejores y más expertos que ellos; simplemente nos han aplastado, machacado con su enorme superioridad numérica”.

Fokker triplano empleado por el mítico Barón Rojo.

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