|
De izda. a dcha: Chico, Harpo y Groucho Marx. |
-MARX, Groucho.
Groucho y yo. Tusquets Editores. Barcelona, 2005.
15.
De cómo fui protagonista de las locuras de 1929
Muy pronto, un negocio mucho
más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era
un asuntillo llamado mercado de valores. Lo conocí por primera vez
hacia 1926. Constituyó una sorpresa agradable descubrir que era un
negociante muy astuto. O por lo menos eso parecía, porque todo lo
que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero.
¿Quién lo necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en
cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de
comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios.
Parecía absurdo vender una acción a 30 cuando se sabía que dentro
del año doblaría o triplicaría su valor.
Mi sueldo
semanal en Los cuatro cocos era de unos dos mil, pero esto era
calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en
Wall Street. Disfrutaba trabajando en la revista, pero el salario
me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo confidencias
sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo, pero
incidentes como el que sigue eran corrientes en
aquellos días.
Subí a un
ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El
ascensorista me
reconoció y dijo:
—Hace un
ratito han subido dos individuos, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos,
de verdad. Vestían americanas cruzadas y llevaban claveles en las
solapas. Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían
aspecto de saber lo que decían. No se han figurado que yo estaba
escuchándoles, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído
atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de
estos cajones! El caso es que oí que uno de los individuos decía el
otro: «Ponga todo el dinero que pueda obtener en United
Corporation». —¿Cómo se llaman esos valores? —pregunté.
Me lanzó una
mirada burlona.
—¿Qué le
ocurre, amigo? ¿Tiene algo en las orejas que no le funciona bien? Ya
se lo he dicho. El hombre ha mencionado la United Corporation.
Le di cinco
dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé
inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me
había tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y todavía
iba en batín.
—En el
vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa
—dijo—. Espera a que me vista y correremos a comprar estas
acciones antes de que se esparza la noticia.
—Harpo
—dije—, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido,
estas acciones pueden subir diez enteros!
De modo que con
mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el
vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén
compramos acciones de la United Corporation por valor de 160.000
dólares, con un margen del 25 por ciento.
Para los pocos afortunados
que no se arruinaron en 1929 y que no están familiarizados con Wall
Street, permítanme explicar lo que significa ese margen del 25 por
ciento. Por ejemplo, si uno compraba 80.000 dólares de acciones,
sólo tenía que pagar en efectivo 20.000. El resto se le quedaba a
deber al agente. Era como robar dinero.
El miércoles
por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall
Street, quien le susurró:
—Chico, ahora
vengo de Wall Street y allí no se habla de otra cosa que del Cobre
Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se
rumorea que llegará hasta los quinientos. ¡Cómpralas antes de que
sea demasiado tarde! Lo sé de muy buena tinta.
Chico corrió
inmediatamente hacia el teatro con la noticia de esta oportunidad.
Era una función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento
del telón hasta que nuestro agente nos aseguró que habíamos tenido
la fortuna de conseguir seiscientas acciones. ¡Estábamos
entusiasmados! Chico, Harpo y yo éramos cada uno propietario de
doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente
incluso nos felicitó. Dijo:
—No ocurre a
menudo que alguien entre con tan buen pie en una compañía como la
Anaconda.
El mercado
siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon,
el productor teatral, solía ponerme una conferencia telefónica cada
mañana desde Nueva York, sólo para informarme de la cotización del
mercado y de sus predicciones para el día. Dichos augurios nunca
variaban. Siempre eran «arriba, arriba, arriba». Hasta entonces yo
no había imaginado que se pudiera hacerse rico sin trabajar.
(...)Más tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de
campo, con el señor Gordon. Grandes y costosos cigarros habanos
colgaban de nuestros labios. El mundo era una delicia y el cielo
asomaba en los ojos de Max. (Así como también unos símbolos del
dólar.) El día anterior, las Auburn habían pegado un salto de
treinta y ocho enteros. Me volví hacia mi compañero de golf y
dije:
—Max,
¿cuánto tiempo durará esto?
Max repuso,
utilizando una frase de Al Jolson.
—Hermano,
¡todavía no has visto nada!
Lo más
sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola
acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta
timidez, hablé a mi agente en Great Neck acerca de este fenómeno
especulativo.
—No sé gran
cosa sobre Wall Street —empecé a decir en tono de disculpa—,
pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No
debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía,
sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?
Por encima de
mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su
despacho y dijo:
—Señor Marx,
tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que usted
no sabe respecto a las acciones serviría para escribir un libro.
—Oiga, buen
hombre —repliqué—. He venido aquí en busca de consejo. Si no
sabe usted hablar con cortesía, hay otros que tendrán mucho gusto
en encargarse de mis asuntos. Y ahora, ¿qué estaba usted diciendo?
Adecuadamente
castigado y amansado, respondió:
—Señor
Marx, tal vez no se dé cuenta, pero éste ha dejado de ser un
mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes
de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e
incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un
encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.
Con cierto
cansancio, pregunté:
—¿Cree que
es una buena compra?
—No hay otra
mejor —me contestó—. Si hay algo que todos hemos de usar, son
las tuberías.
(Se me
ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que
apareciesen en las listas de cotizaciones.)
—
Eso es ridículo —dije—.
Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no utilizan las
tuberías. —Solté una carcajada para celebrar mi salida, pero él
permaneció muy serio, de modo que proseguí—. ¿Dice usted que
desde la India le envían órdenes de compra de Tuberías Crane?
Hummm. Si en la lejana India piden tuberías, deben de saber algo
sensacional. Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún,
serán trescientas.
Mientras el
mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme
cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba
vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso.
Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de
que iba a doblar su valor en pocos meses.
(...) Entonces
empecé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente
de Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no
entendía. A no ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible
entrar. Muchas de las agencias de Bolsa tenían más público que la
mayoría de los teatros de Broadway.
Parecía que
casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La
mayoría de las conversaciones sólo hablaban de la cantidad que tal
y tal valor había subido la semana pasada, o cosas similares. El
fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos
anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios —y en
muchos casos, sus ahorros de toda la vida— en Wall Street.
Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la
resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos, y proseguía su
continua ascensión.
De vez en
cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío
advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna
proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que
sube debe luego bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a
estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela.
Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero
americano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase
exacta, pero venía a ser así: «Cuando el mercado de valores se
convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de
retirarse».
Un día
concreto, el mercado empezó a vacilar. Unos cuantos de los clientes
más nerviosos cayeron presas del pánico y empezaron a descargarse.
Eso ocurrió hace casi treinta años y no recuerdo las diversas fases
de la catástrofe que caía sobre nosotros, pero así como al
principio del auge todo el mundo quería comprar, al empezar el
pánico todo el mundo quiso vender. Al principio las ventas se hacían
ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio
y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores, que por entonces
sólo tenían el nombre de tales.
Luego el
pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar
reclamando los márgenes adicionales. Esta era una broma pesada,
porque la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin
dinero, y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio.
Yo fui uno de los afectados. Desgraciadamente, todavía me quedaba
dinero en el banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a
firmar cheques febrilmente para cubrir los márgenes que desaparecían
rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó la
toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque
por entonces todo el país estaba llorando.
Algunos de mis conocidos
perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron
240.000 dólares. (O ciento veinte semanas de trabajo, a 2.000 por
semana.) Hubiese perdido más, pero ése era todo el dinero que
tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor
financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde
Nueva York. En cinco palabras, lanzó una afirmación que, con el
tiempo, creo que ha de compararse favorablemente con cualquiera de
las citas más memorables de la historia americana. Me refiero a
citas tan imperecederas como «No abandonéis el barco», «No
disparéis hasta que veáis el blanco de sus ojos», «¡Dadme la
libertad o la muerte!», y «Sólo tengo una vida que dar a la
patria». Estas palabras caen en una insignificancia relativa al
ponerlas junto a la frase notable de Max. Pero charlatán por
naturaleza, esta vez ignoró incluso el tradicional «hola». Todo
lo que dijo fue: «¡Marx, la broma ha terminado!». Antes de que
yo pudiese contestar, el teléfono se había quedado mudo.
En toda la
bazofia escrita por los analistas de mercado, me parece que nadie
hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi
amigo el señor Gordon. En aquellas cinco palabras lo dijo todo.
Desde luego, la broma había terminado. Creo que el único motivo por
el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos
mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha
financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la
compañía.
Si mi agente
hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a
tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me
era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecé a pedir
prestado dinero del banco para cubrir los márgenes que desaparecían
rápidamente. Las acciones de Cobre Anaconda (recuerda que retrasamos
treinta minutos la subida del telón para comprarlas) se fundieron
como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a
Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 1/2. La confidencia del
ascensorista de Boston respecto a la United Corporation se saldó a
3. Las habíamos comprado a 60. La función de Cantor en el Palace
fue magnifica y de tanta calidad como cualquier actuación en
Broadway. pero, ¿Goldman-Sachs a 56 dólares? Eddie, cariño ¿como
pudiste? Durante la máxima depresión del mercado, podía
comprárselas a un dólar la acción.