(...)Más
allá de vanos idealismos, el pasado era un lugar donde ni tú ni yo
querríamos permanecer más de una semana, en plan turista temporal,
ni por asomo. Ni por broma, vamos. El pasado era un lugar horrible
para vivir, un tiempo de mugre, piojos, dolor de muelas, tiranía,
superstición, ignorancia, plagas, niños muertos y mamás
adolescentes muertas con ellos. El pasado era una m.....
Vidas
breves.
Hasta
la llegada de la medicina moderna, la tasa de mortalidad infantil en
todo el mundo oscilaba entre el 20% y el 30%, llegando al 40% en
épocas de hambruna, guerra o plaga. Estas cifras se mantuvieron así
hasta entrado el siglo XX en lugares de orden social tradicional
donde la ciencia médica tardó en penetrar. Las causas más
frecuentes eran las infecciones (...) con ayuda de la anemia. Me
gustaría que reflexionaras un instante sobre esta cifra. Uno de cada
cinco niños nacidos vivos no llegaba a la adolescencia en el mejor
de los casos, y normalmente uno de cada tres. Esta es una cifra peor
que la del peor infierno del Tercer Mundo presente, donde al menos
llega algo de penicilina y algunas vacunas de vez en cuando.
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Esperanza de vida a lo largo de la Historia. Pulsa para agrandar. |
(...)Un
motivo central de la tendencia a tener muchos hijos presente en todas
las culturas es que al menos un porcentaje de ellos sobrevivieran
para mantenerte cuando fueras viejo, antes de que existieran las
pensiones de la Seguridad Social.
Si
lograbas sobrevivir a estas tasas de mortalidad infantil, causadas
por la poca diversidad y seguridad alimentaria, la falta de higiene y
asepsia y la ausencia de antibióticos y vacunas, entonces era
posible que llegaras a vivir hasta los 60 o 70 años; incluso, en
algunos casos, hasta avanzada edad. Pero si eras chica, tus
probabilidades de que tal cosa sucediera sufrían un nuevo hachazo:
las probabilidades de morir en el parto oscilaban entre el 1% y el
40%, normalmente de hemorragia, obstrucción o fiebre puerperal,
cuando no de aborto casero. Esto es, a partir de los 12 o 13 años,
en cuanto llegaba la pubertad, porque eso de empezar a reproducirse
con 18 o más años es otra modernez (…)
Si
sobrevivías a la infancia y no te mataba la guerra o la peste o la
fiebre puerperal o cualquier mal aire, es posible que vivieras un
buen puñado de años. Cómo los vivirías es otra cuestión.
Piojos,
malaria, tos sangrienta y dolor de muelas.
Se
oye con frecuencia que la caries es una enfermedad de la
civilización, vinculada a las dietas que asumimos cuando inventamos
la agricultura y nos sedentarizamos.(...)La caries no es
estrictamente una enfermedad de la civilización relacionada con esta
menor variedad alimentaria de las comunidades sedentarizadas, como se
ha dicho muchas veces. Y no lo es porque está presente en numerosos
cráneos recuperados de periodos anteriores, como el Paleolítico;
incluso se ha encontrado en dientes del neandertal.(...)Y nadie sabía
cómo combatirlas, porque para comprender la necesidad de la higiene
bucal (en realidad, de cualquier clase de higiene) hay que comprender
primero la teoría de los gérmenes. La única posibilidad era
arrancar el diente, pero quedarse desdentado en aquellos tiempos
tampoco era una idea muy buena, así que muchas veces se retrasaba
hasta que dejaba de doler, conduciendo a infecciones maxilares mucho
más severas.(...)Sin analgésicos, ni antibióticos, ni nada
parecido a la cirugía dental y maxilofacial contemporánea.
Nómadas
o sedentarios, los piojos vienen acompañándonos desde que surgimos,
y despiojarse mutuamente ha sido una de las actividades familiares y
sociales más corrientes hasta el surgimiento de los actuales
tratamientos quimicos. La familia que se despioja unida permanece
unida, o algo así. El caso es que hemos vivido siempre comidos por
los piojos, al menos en los lugares con pelo abundante; llamamos
ladillas a los que se dan en el vello púbico. Para terminar de
arreglarlo, la invención de la ropa permitió la evolución y
especialización de una tercera clase de estos parásitos, el piojo
corporal, que se nos come de cuello a pies. A diferencia de los dos
primeros, incapaces de transmitir ninguna enfermedad en particular
más que las molestias cutáneas asociadas a su presencia (picor,
irritación, con consecuencia de insomnio y debilidad), este último
es un vector conocido del tifus, la fiebre de las trincheras y la
borreliosis. Las pieles y ropas resultaron ser un gran avance para...
las epidemias.
Otra
consecuencia perversa de la sedentarización fue el surgimiento de la
tuberculosis, en este caso gracias a un bacilo frecuente en la
ganadería.(...)
La
malaria es otra vieja compañera, sólo recientemente erradicada en
los países desarrollados, vinculada también a las aguas estancadas
y sus mosquitos, los campos de cultivo y la sedentarización. En la
Roma clásica, la malaria, la tuberculosis, el tifus y la
gastroenteritis se ventilaba cada año a unos 30.000 ciudadanos en
los meses enfermizos de julio a octubre.(...)
Inseguridad
alimentaria.
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Evolución del maíz |
Por
otra parte, ni nómadas ni sedentarizados tenían garantía alguna
sobre la seguridad de su comida y su agua. Las comunidades nómadas
eran pequeñas y dispersas porque dependían de lo que la tierra
quisiera dar, imposibilitadas para evolucionar y desarrollarse. Las
comunidades sedentarias no sólo produjeron durante largo tiempo
comida abundante pero poco variada y de ínfima calidad, sino que
estaban sometidos a toda clase de plagas y putrefacciones. Esas
estupendas mazorcas de maíz, ese trigo perfectamente seguro o esa
carne con garantías veterinarias son el resultado de generación
sobre generación de hibridaciones, cultivo selectivo y progresos en
las ciencias agropecuarias y médicas. En el pasado tenían que
apañarse con cosas más parecidas al farro, la escaña y la cebada,
que son básicamente un asco como alimentos (cuando no lo que ahora
llamamos mala hierba), y con carnes y pescados obtenidos y
conservados de maneras realmente creativas(...)
Hoy
en día nos quejamos de que a la comida y al agua le echan cosas y de
que es todo artificial. Lamentablemente, las alternativas son el
cólera, la gastroenteritis, el carbunco (ántrax), la triquinosis,
la salmonelosis, la listeriosis, el botulismo, el síndrome de
Guillain-Barré, la gangrena gaseosa, la hepatitis, la diarrea
mataniños y otras delicias por el estilo que en el pasado
constituían una permanente ruleta rusa. Las epidemias de los
cultivos y el ganado no sólo los mataban, provocando constantes
hambrunas, sino que incluso cuando no los mataban podían
contaminarlos de manera invisible para un mundo sin
microscopios.(...)
La
potabilidad del agua merece párrafo aparte. Antes de que
aprendiéramos a separarla de las aguas fecales y echarle cloro y
otros productos químicos, beber agua era tan peligroso como una caja
de bombas. De hecho, la gente, si podía evitarlo, no bebía agua. Ni
tampoco mucha leche, excepto la materna, pues antes de que
aprendiéramos a pasteurizarla (…) provocaba masivamente
tuberculosis bovina, neuropatía inflamatoria desmielinizante,
enteritis, carbunco (ántrax) y demás. Así pues, hasta los niños
bebían vino, cerveza o aguardientes si podían permitírselo, que no
eran mucho más seguros pero un poquito sí, por la presencia de
alcohol: el alcohol es un conocido antiséptico.
Por
cierto. Para comer mínimamente bien había que ser rico. Pero rico,
rico de narices. La comida era muy cara de producir, conservar,
transportar y comercializar, y estaba sujeta a numerosos imprevistos.
El precio del pan fue una cuestión de estado durante milenios,
sabiendo que un aumento excesivo debido a la escasez o la
especulación podía ocasionar revueltas y subversión, dado que la
gente no tenía mucho más para comer. Libros revolucionarios
clásicos como La Conquista del Pan del anarquista Pyotr Kropotkin, o
incluso textos como el Lazarillo de Tormes, Rinconete y Cortadillo o
el mismo Sancho Panza en el Quijote nos transmiten una idea de lo muy
complicado que era alimentarse para la gente de a pie, y la miseria
general en que vivían. Con frecuencia, una familia no podía pagarse
las calorías necesarias para alimentar a todos sus miembros; hacerlo
de forma saludable o al menos variada era una fantasía de
aristócratas, arzobispos, reyes y papas. Estar gordo era la moda y
el referente estético de belleza y éxito social, porque sólo los
muy adinerados y poderosos podían permitírselo; las personas
corrientes estaban flacas como espartos por simple desnutrición y
exceso de trabajo físico. Estar flaco era cosa de pobres. Ahora son
los pobres los que están gordos, al menos en el mundo desarrollado,
debido a la mala nutrición pese al exceso de calorías; y los más
acomodados pueden permitirse alimentos, cuidados y tratamientos que
les permiten... estar delgados.
Mugre,
ignorancia, superstición, tiranía.
El
pasado era un sitio sucio y maloliente, con ratas y parásitos por
todas partes. Donde había alcantarillado, solía estar abierto; sólo
los ricos podían pagarse termas, baños y cosas por el estilo. En la
mayor parte de lugares, la higiene era un concepto desconocido e
innecesario, porque no sabíamos nada de microbios.
Qué
demonios. Éramos ignorantes como piedras: una turba vil y analfabeta
presa de tiranos, demagogos, clérigos, santones y toda clase de
supersticiones. La alfabetización era un secreto gremial de
escribas, monjes y sabios; la mayor parte de la gente no sabía leer
o escribir ni su propio nombre y no digamos ya cualquier rudimento de
cultura general. Los niños no comenzaron a ir a la escuela
sistemáticamente hasta mediados del siglo XIX. Hasta los nobles, y a
veces los reyes, eran más brutos que sus caballos. El príncipe del
cuento era un asno palurdo y brutal. Y el venerable sabio local, un
analfabeto desdentado y maloliente, supersticioso y machista hasta el
ridículo que se lo pasaba pipa cuando mandaban brujitas guapas a la
hoguera. (…) En cuanto a los niños, no eran más que una boca que
alimentar, una carga tratada a palos que ocupaba el último lugar de
la casa, frecuentemente por debajo del ganado en el orden social. Eso
de protejamos a los niños es otra modernez buenista; en el pasado,
nadie habría puesto a un niño por encima de un adulto capaz de
ganarse su propio pan. En cuanto a las niñas, si no te violaban de
pequeña era sólo por respeto al honor de tu padre, suponiendo que
tu padre fuera hombre libre y ya hubiéramos llegado a ese grado de
civilización. Si naciste esclavita, o en una sociedad que no hubiera
alcanzado ese punto, mejor no te lo cuento.
En
un mundo así, toda clase de supercherías, miedos, religiones y
tiranías calaban sin más en amplias masas sociales, desprovistas de
las más tenues bases intelectuales para desafiarlos. La forma común
de gobierno era garrotazo y tentetieso. No existía nada parecido a
la justicia; la idea de que tuvieran que juzgarte con un juez
imparcial y un abogado defensor bajo el imperio de la ley sólo se
extiende al pueblo a partir de los procesos revolucionarios del siglo
XVIII. La vendetta y la ordalía eran formas de justicia común, así
como castigar hasta los delitos más leves con tormentos infames.
Para los partidarios de volver al endurecimiento de las penas,
recordaré que hubo un tiempo en que podían desmembrarte en la rueda
hasta por robar gallinas, sobre todo si el dueño de la gallina
pertenecía a las castas superiores, y nunca dejó de haber ladrones,
violadores o asesinos. De hecho, había muchos más que ahora: la
miseria, el hambre, la opresión y la incultura propulsaban
constantemente a grupos de población hacia la delincuencia, desde el
pequeño robo hasta el bandolerismo y la piratería. En realidad, no
había justicia ninguna, en el sentido actual del término: sólo la
voluntad de los poderosos.
Hay
quienes, por absurda idealización, creen que estos mundos del pasado
podían ser mejores que el mundo presente. No lo fueron, jamás lo
fueron: para la inmensa mayoría de quienes vivieron allí,
constituían un infierno(...). Pero si a cualquier padre o madre del
300.000 a.C., del 30.000 a.C., del 3.000 a.C., del 300 a.C., del 300
d.C., y hasta del 1.900 d.C., le hubiesen dicho que llegaría un
tiempo en que podría llevar a su hijo enfermo a un hospital con
médicos científicos, antibióticos, TACs, analgésicos, de todo, y
que luego se lo podría llevar curado a casa para bañarlo con agua
calentita que sale de un grifo a precio ridículo –sí, ridículo:
la leña y el carbón costaban el sueldo de un mes–, meterlo en una
cama sin piojos, chinches o pulgas y darle de comer toda clase de
alimentos y agua que no lo pone más enfermo... si hubiera podido
comprenderlo, si hubiera podido vislumbrarlo, habría pensado que
éste debía ser el paraíso de los dioses benevolentes prometido en
sus profecías. Y desde luego habría firmado cualquier cosa con tal
de estar aquí, no allí. Aunque no podía. No sabía firmar.
Pese
al fatalismo de los pesimistas, la humanidad ha demostrado
constantemente su capacidad de mejorar, de evolucionar, de progresar
hacia un futuro mejor. Para ello tuvimos que deshacernos de un montón
de rémoras del pasado, estudiar profundamente y transformar la
realidad de maneras radicales, a veces pacíficas y a veces
violentas. Y tendremos que seguir haciéndolo si queremos ir aún a
mejor.